lunes, 5 de julio de 2010

ARTÍCULO NO PUBLICADO
LA VIDA EN EL PUEBLO

Hasta no hace muchos años los contactos de Encinasola con el exterior eran escasos. Aparte del coche del “tío Relojero”, que iba a por el Correo; de la Roa, de mi buen amigo el “tío Manolico”, que recogía el pescado; los viajes de los camiones de “los Peatones” y del “tío Ascensión y aquel vehículo de “tío Rufo” que lo mismo servía para trasladar muebles que para llevarnos a jugar un partido de fútbol a Galaroza, pocas eran las ocasiones en que alguien salía del pueblo.

Ir a Fregenal era una aventura. El coche del Correo, que diariamente hacia el recorrido, invertía más de una hora en ello, pues la estrechez de la carretera y la almendrilla que constituía el firme de la misma sólo permitían circular a una velocidad reducidísima.

Esta situación no era exclusiva de nuestro pueblo, sino que era el patrón que regía en infinitas localidades rurales que se encontraban alejadas de los centros sociales, culturales y comerciales de importancia. Una circunstancia, la distancia, que al unirse al hecho de que su situación geográfica les mantiene fuera de las vías importantes de comunicación, hace que estas poblaciones no sean lugares de paso, sino puntos de destino. Encinasola es una de ellas, pues, por desgracia, no se pasa por Encinasola, se va a Encinasola.

Esta falta de contacto dificultaba el trasvase de cualquier tipo de costumbre, léxico, indumentaria, inquietudes, etc. Por esto nuestro pueblo, durante bastante tiempo, ha permanecido anclado en épocas anteriores, ha vivido encerrado, enquistado sobre sí mismo. Hace sólo cuarenta años incluso había escasez de dinero circulante, lo que obligaba a que determinados negocios, especialmente las panaderías, extendieran vales canjeables por pan. Estos vales, dentro del interior del pueblo, llegaron a desempeñar el mismo cometido que la moneda legal, de hecho eran “papel moneda”. Todo se podía pagar y comprar con estos vales.

Diríase que el reloj que regulaba el paso del tiempo para estos pueblos había ido más lento que el que lo hacía para otros lugares.

El léxico de Encinasola era un aspecto muy digno de tener en cuenta. Carecía de los dejes extremeños, a pesar de la estrecha relación que manteníamos con ellos. Su acento andaluz no era tan marcado como el del resto de la región, pues no tenía el ceceo onubense, ni el seseo sevillano y la elle se pronunciaba con claridad, desprovista de ese “yeyeo” hispalense. Se empleaban palabras desconocidas en otros lugares, de esas que no se encuentran en cualquier diccionario, pero que siempre he defendido como plenamente correctas porque ¡son de mi pueblo!, y que, en muchas ocasiones, después de mil consultas, he logrado encontrar en antiguos diccionarios.

Aún llegué a conocer aquel durísimo tejido llamado frisa. Se hacía en los telares caseros del pueblo y siempre me sentí atraído por el trabajo que debía suponer confeccionar con él una chaqueta, pues tan duro era este tejido que cualquiera diría que las agujas tenían que ser clavadas a martillazos. Como hecho justificativo de su rigidez y dureza tuve noticias de que en una ocasión, a finales del siglo XIX o principios del XX, y en el transcurso de una pelea, un marocho recibió un tiro de revolver y la bala fue incapaz de atravesar la chaqueta y el chaleco que estaban hechos de este género.

Los pueblos tenían su forma de vestir propia y característica, pues la lentitud del reloj también afectaba a la moda, que tardaba tanto en llegar que, cuando lo hacía, ya había cambiado. Por eso era tan fácil localizar al hombre de pueblo en las ciudades. Las botas de “brochas”, el pantalón de pana y la maleta de madera eran signos característicos.

Hoy los jóvenes ponen remiendos a sus pantalones. Es la moda. Pero esa moda ya la conocimos anteriormente, sólo que, entonces, era obligada. Los pantalones se rompían y nuestras madres los remendaban con gran habilidad y utilizando el primer trozo de tela que encontraban, sin tener en cuenta su color e incluso el tipo de tejido, de aquí que, a veces, eran tantos los remiendos y tan variados los colores que se hacía imposible saber cual había sido el tono original de la prenda.

¡Todo ha cambiado! El coche permite ir de un sitio a otro. Los que residen fuera nos traen y transmiten nuevas palabras, nuevos acentos, la moda actual, etc. Pero, quien ha desempeñado un importante papel en el cambio de la vida de los pueblos ha sido la televisión.

La “tele” es un medio unificador de costumbres, léxico, moda...., todo lo alisa, todo lo iguala. La inmediatez entre el hecho y su conocimiento ha superado todas las barreras que imponían el espacio, los accidentes geográficos y las posibilidades económicas.

Los primeros de estos aparatos que llegaron al pueblo se instalaron en los bares y, a los jóvenes, nos supuso perder uno de los pocos entretenimientos de aquellos años, jugar al billar. La tele nos privó de la mesa de billar del Bar del Rincón, el casino de “tío Antonio”, pues nuestras voces no permitían a la clientela enterarse de los programas que ofrecía la pequeña pantalla. Posteriormente, con el tiempo, este aparato influyó decisivamente en el cierre del cine. ¿Para qué pagar por ver una película, si la tele la daba gratis?

Hoy, merced a las comunicaciones y al trasiego de personas, se han eliminado muchas diferencias entre los pueblos. Ha mejorado la calidad de vida y, aunque por cuestiones de economía, rentabilidad, demografía, etc. haya diferencias, el avance ha sido muy importante.
José Domínguez Valonero

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