lunes, 5 de julio de 2010

ARTÍCULO NO PUBLICADO
LA VIDA EN EL PUEBLO

Hasta no hace muchos años los contactos de Encinasola con el exterior eran escasos. Aparte del coche del “tío Relojero”, que iba a por el Correo; de la Roa, de mi buen amigo el “tío Manolico”, que recogía el pescado; los viajes de los camiones de “los Peatones” y del “tío Ascensión y aquel vehículo de “tío Rufo” que lo mismo servía para trasladar muebles que para llevarnos a jugar un partido de fútbol a Galaroza, pocas eran las ocasiones en que alguien salía del pueblo.

Ir a Fregenal era una aventura. El coche del Correo, que diariamente hacia el recorrido, invertía más de una hora en ello, pues la estrechez de la carretera y la almendrilla que constituía el firme de la misma sólo permitían circular a una velocidad reducidísima.

Esta situación no era exclusiva de nuestro pueblo, sino que era el patrón que regía en infinitas localidades rurales que se encontraban alejadas de los centros sociales, culturales y comerciales de importancia. Una circunstancia, la distancia, que al unirse al hecho de que su situación geográfica les mantiene fuera de las vías importantes de comunicación, hace que estas poblaciones no sean lugares de paso, sino puntos de destino. Encinasola es una de ellas, pues, por desgracia, no se pasa por Encinasola, se va a Encinasola.

Esta falta de contacto dificultaba el trasvase de cualquier tipo de costumbre, léxico, indumentaria, inquietudes, etc. Por esto nuestro pueblo, durante bastante tiempo, ha permanecido anclado en épocas anteriores, ha vivido encerrado, enquistado sobre sí mismo. Hace sólo cuarenta años incluso había escasez de dinero circulante, lo que obligaba a que determinados negocios, especialmente las panaderías, extendieran vales canjeables por pan. Estos vales, dentro del interior del pueblo, llegaron a desempeñar el mismo cometido que la moneda legal, de hecho eran “papel moneda”. Todo se podía pagar y comprar con estos vales.

Diríase que el reloj que regulaba el paso del tiempo para estos pueblos había ido más lento que el que lo hacía para otros lugares.

El léxico de Encinasola era un aspecto muy digno de tener en cuenta. Carecía de los dejes extremeños, a pesar de la estrecha relación que manteníamos con ellos. Su acento andaluz no era tan marcado como el del resto de la región, pues no tenía el ceceo onubense, ni el seseo sevillano y la elle se pronunciaba con claridad, desprovista de ese “yeyeo” hispalense. Se empleaban palabras desconocidas en otros lugares, de esas que no se encuentran en cualquier diccionario, pero que siempre he defendido como plenamente correctas porque ¡son de mi pueblo!, y que, en muchas ocasiones, después de mil consultas, he logrado encontrar en antiguos diccionarios.

Aún llegué a conocer aquel durísimo tejido llamado frisa. Se hacía en los telares caseros del pueblo y siempre me sentí atraído por el trabajo que debía suponer confeccionar con él una chaqueta, pues tan duro era este tejido que cualquiera diría que las agujas tenían que ser clavadas a martillazos. Como hecho justificativo de su rigidez y dureza tuve noticias de que en una ocasión, a finales del siglo XIX o principios del XX, y en el transcurso de una pelea, un marocho recibió un tiro de revolver y la bala fue incapaz de atravesar la chaqueta y el chaleco que estaban hechos de este género.

Los pueblos tenían su forma de vestir propia y característica, pues la lentitud del reloj también afectaba a la moda, que tardaba tanto en llegar que, cuando lo hacía, ya había cambiado. Por eso era tan fácil localizar al hombre de pueblo en las ciudades. Las botas de “brochas”, el pantalón de pana y la maleta de madera eran signos característicos.

Hoy los jóvenes ponen remiendos a sus pantalones. Es la moda. Pero esa moda ya la conocimos anteriormente, sólo que, entonces, era obligada. Los pantalones se rompían y nuestras madres los remendaban con gran habilidad y utilizando el primer trozo de tela que encontraban, sin tener en cuenta su color e incluso el tipo de tejido, de aquí que, a veces, eran tantos los remiendos y tan variados los colores que se hacía imposible saber cual había sido el tono original de la prenda.

¡Todo ha cambiado! El coche permite ir de un sitio a otro. Los que residen fuera nos traen y transmiten nuevas palabras, nuevos acentos, la moda actual, etc. Pero, quien ha desempeñado un importante papel en el cambio de la vida de los pueblos ha sido la televisión.

La “tele” es un medio unificador de costumbres, léxico, moda...., todo lo alisa, todo lo iguala. La inmediatez entre el hecho y su conocimiento ha superado todas las barreras que imponían el espacio, los accidentes geográficos y las posibilidades económicas.

Los primeros de estos aparatos que llegaron al pueblo se instalaron en los bares y, a los jóvenes, nos supuso perder uno de los pocos entretenimientos de aquellos años, jugar al billar. La tele nos privó de la mesa de billar del Bar del Rincón, el casino de “tío Antonio”, pues nuestras voces no permitían a la clientela enterarse de los programas que ofrecía la pequeña pantalla. Posteriormente, con el tiempo, este aparato influyó decisivamente en el cierre del cine. ¿Para qué pagar por ver una película, si la tele la daba gratis?

Hoy, merced a las comunicaciones y al trasiego de personas, se han eliminado muchas diferencias entre los pueblos. Ha mejorado la calidad de vida y, aunque por cuestiones de economía, rentabilidad, demografía, etc. haya diferencias, el avance ha sido muy importante.
José Domínguez Valonero

sábado, 5 de junio de 2010

ARTÍCULO NO PUBLICADO
¿OLVIDO?

Alguien me dijo un día
que los de ti se fueron,
con el tiempo y la lejanía,
el cariño hacia ti perdieron.
Quien nunca te abandonó,
quien siempre estuvo a tu lado,
no sabe lo que sufrió
quien, sin querer, te dejó.
La distancia y el tiempo
tu recuerdo no borraron
sí, en cambio, reforzaron
un doloroso amarte,
un querer a ti regresar,
para nunca más dejarte.
Cada casa, cada calle,
cada rincón, cada esquina,
nuestros recuerdos agitan
y hacen que te veamos
cada día más bonita.
Tus gentes, tus ermitas,
el Múrtiga, la Ladera,
encinas, jaras, amapolas,…
¿Cómo te voy a olvidar?,
mi querida Encinasola.
El gran dolor de tu ausencia
sólo compararse puede
con el pesar que produce
saber que hay alguien que piense
que alejarse es no querer,
que la distancia es olvido,
que los que lejos estamos
nada queremos contigo.

miércoles, 5 de mayo de 2010

ARTÍCULO NO PUBLICADO
MI PUEBLO

¡Mi pueblo!. Dos palabras que hacen brotar en mi mente un sinfín de recuerdos, en forma tal, que los unos desplazan a los otros en desesperada lucha por hacerse presentes a un mismo tiempo. Al tratar de poner orden en ellos me encuentro en la parte más elevada del pueblo, en el centro neurálgico de la villa. Al pie del campanario. Allí donde las blancas y ligeras cigüeñas hacen sus nidos; en el punto obligado de las citas. Al pie del gigante que permanece imborrable en mi mente y que, cuando regresamos a aquellas tierras, aparece gallardamente ante nuestros ojos como victorioso luchador por ser el primero en darnos la bienvenida. Él ejerce maravillosamente su función de ordenador de la vida del lugar. Sus campanas han anunciado durante siglos el bautismo de cada uno de los hijos del pueblo; han tocado a rebato cuando el fuego devoraba de forma inexorable las cosechas o el hogar, y, así como se contagian de alegría en nuestras fiestas y romerías, también se sumen en un profundo dolor cuando quejumbrosas, lentas, roncas,... tienen que decir el inevitable y postrero adiós.

En sus mismos cimientos nace la Plaza, y nace de forma tímida, con una inexplicable estrechez, como si se sintiera temerosa de codearse con la espigada torre; mas, rápidamente, se libera de estos recelos y se ensancha hasta alcanzar unas amplias dimensiones con la seguridad que le da el saberse centro de reuniones, de festejos, de juegos de la bulliciosa chiquillería y, sobre todo, espejo donde se refleja el cotidiano latir de alegrías y sinsabores.

Torre, plaza; plaza, torre. Henos aquí ante los verdaderos centros de gravedad del pueblo. La una se apoya en la otra para formar en sólo sentir, un sólo pensar, ... Y esto es lo que parecen decirnos en las aletargadas siestas veraniegas, cuando la torre deja caer su sombra adormecida sobre el duro y ardiente cemento de la plaza para hacer más patente su dualidad y su unidad.

Este es mi pueblo, un pueblo con retorcidas y desordenadas calles cubiertas por una bien trabajada alfombra de piedras; un pueblo cargado de historia, una historia sellada por su ruinoso castillo y sus cilíndricos fuertes que, a modo de perpetuos e infatigables centinelas, le flanquean bizarramente y que se resisten a desaparecer ante el ataque de los elementos y el irresponsable deshacer de los hombres.
José Domínguez Valonero

lunes, 5 de abril de 2010


CANTO A LA FLOR DE LAS FLORES

Hoy la sierra se viste con sus mejores galas, con sus más bellos ropajes. El tomillo y el romero tienden su manto blancoazulado al paso de la Patrona. Porque hoy es el día de la Virgen de Flores. Por eso, los campos se adornan con su mejor verdor y se salpican con los suaves tonos blancos y amarillos de las margaritas y con el rojo de las amapolas, que semejan femeninos labios impacientes por enviar delicados besos al paso de la Suprema Flor.

A los pies de la ermita serpentea el Múrtiga, nuestra ribera, tratando de hallar entre las rocas un hueco para ver a su Dueña. Sus aguas, al ser rozadas por el sol, se transmutan en fugaces relámpagos, en breves destellos, en diamantinos reflejos con los que, en un último esfuerzo, tratan de llamar la atención de la Serrana. Porque el Múrtiga le dice adiós. Se va su Reina, y ¿Que es el Múrtiga sin Ella?

El viento aglutina y combina dulces sonidos y fragantes aromas, regalando a la Virgen el lejano tintineo de unas campanillas y el murmullo de las aguas. En el lento y cansino caminar por el polvoriento camino nos invade el aroma del tomillo y del romero. ¡Que esos son los sonidos y los olores de mi tierra!

El sol, que desde su atalaya todo lo preside, detiene sus dorados destellos sobre la faz de la Flor de las Flores para así resaltar con sus brillos y contraluces toda la beldad que atesora la Reina de los marochos. Los rayos del sol pugnan por besar el moreno rostro y, en su veloz y atropellada carrera, engendran un inacabable contraste de luces, sombras y penumbras que, armoniosamente, van cambiando al ritmo del acompasado bamboleo que los porteadores imprimen al delicado palio que filtra los excesos de luz.

El sol se abre paso entre las hojas de las encinas para, en un supremo esfuerzo, acariciar las mejillas de la Virgen y, con ese leve beso, arranca fulgurantes destellos de las lágrimas que resbalan por sus pómulos. Lagrimas de alegría, porque nuestra Madre llora de emoción al volver a estar entre sus gentes, porque la Reina de la Mañana, la que tiene un altar en el pecho de cada marocho, siente el calor, el cariño y la devoción de su pueblo.

Y, al fin, el pueblo. Atrás quedó la sierra. Ahora estamos en la “Joya” de la Fuente, el crisol donde se funden los cansados romeros con la impaciente muchedumbre que los espera. Cansancio e impaciencia desaparecen ante la presencia de la Virgen. Se produce un renacer. Entre cohetes, cánticos, palmas y pisadas de caballerías, se percibe un tenue ruido de cascabeles, son las pequeñas campanillas del palio de la Virgen.

¡Ya viene! ¡Ya viene! ¡Ha llegado la Virgen!

Y que orgullosos. Que presumidos vienen aquellos cuyos hombros sirven de apoyo a las andas ¡Menudo privilegio!

La Señora sonríe. Desde lo alto de su trono ve a su Encinasola, a sus sufridos marochos. Allí está el anciano que, por si acaso, quiere decirle ¡Hola! ¡Estoy aquí! Y también el pequeñín que, en brazos de su madre, ya aprende a querer a su patrona y a mirarla con devoción.
Un año más, por unos días, vuelve a su casa, a su pueblo. Un año más, y van...

lunes, 15 de marzo de 2010

NUESTROS JUEGOS

En la vida de un pueblo los niños ocupan un lugar importante. Esta trascendencia de los niños, su presencia en cualquier punto del núcleo urbano y, sobre todo, la actividad que desarrollan por medio de sus juegos motiva que cualquier estudio encaminado a conocer cómo era la sociedad que, en un momento determinado, vivía en un municipio tenga que incluir los juegos desarrollados por la infancia en ese pueblo y en esa época que merece nuestra atención.

Esta tarea puede parecernos fácil, pero las costumbres, y los juegos no dejan de ser parte de ellas, cambian continuamente. Los juegos cambian. Sin embargo, son escasos los textos que hacen una descripción de ese “trabajo” en el que la infancia invierte la mayor parte de su tiempo. Pocos textos tratan sobre este tema o, al menos, muy escasos han sido los que he conseguido.
Un día, cuando traté de conocer en qué empleaban su tiempo los niños del tramo final del siglo XVIII no me fue posible encontrar ninguna descripción clara y precisa de los juegos en los que, indudablemente, la infancia de aquella época tenía que “quemar” sus horas libres.

La dificultad de reconstruir la infancia de aquellos lejanos años me llevó a realizar una mirada hacia atrás. Tras repasar mentalmente mis años infantiles, mis largas horas en las calles del pueblo, y darme cuenta de la multitud de formas que teníamos de pasar el tiempo, me decidí a ir dejando constancia de los juegos que iba recordando y esto hizo que, casi sin darme cuenta, fuesen apareciendo más páginas de las que en un principio pude imaginar.

Esas páginas fueron recogiendo, pedazo a pedazo, momento a momento, los años de nuestra infancia, aquellos que nunca se olvidan, los que ahora, tras el paso de los años, nos parecen tan maravillosos.

Con esto no pretendía nada más que recordar. Nunca me lo planteé como una forma de hacer llegar a los demás estas descripciones. Este propósito ha surgido ahora, cuando al haber llegado estas páginas a otras manos, he visto el interés que aquellos que las leían ponían en recordar sus propias vivencias, que parecían aflorar ante el estímulo de la lectura.

Me surgió la idea de que tal vez interesase a “El Picón” recoger estas “historietas” en forma de coleccionable. Se lo sugerí a la Redacción y vi que esta propuesta fue acogida de forma muy favorable.

Sin embargo, más tarde comprendí que reunir alrededor de 120 páginas suponía varios años guardando artículos de “El Picón”, con lo que podía ser escasas las colecciones que se completasen, unas veces por la pérdida de algunos fascículos y otras porque estos se estropearían; pero, además, hay que tener en cuenta que, a la hora de encuadernarlos, su precio será superior al que supondría adquirir un libro que contuviese todas esas descripciones.

La idea de recoger estos juegos en un libro queda ahí, en el aire. No sé si algún día se levará a cabo. De todos modos los juegos se van a publicar en estas páginas a partir del próximo número, para que quien lo desee los vaya coleccionando.

El Picón núm. 23, Octubre 2002

viernes, 5 de marzo de 2010

ARTÍCULO NO PUBLICADO
MI LLEGADA A LA CIUDAD

¡La hora! ¡Que lío con la hora! En mi pueblo hay un reloj, el de la torre. Con ese reloj sobran todos los relojes. Se oye en todas partes. Todos nos guiamos por él. Suena una campanada.¡La una!. Todo el mundo sabe que es la una y no hace falta saber más.

En mi pueblo el tiempo se divide por horas, la una, las dos,....Si preguntamos qué hora es, te dicen: “Más de la una”, “La una y pico” o “Cerca de las dos” Esa es la división del tiempo. ¡Qué más da eso de los minutos! Se vive y se trabaja al son de un horario que carece de la rigidez del de la ciudad. En la ciudad, si preguntas la hora te contestan: “Las cinco y doce minutos” ¡Que barbaridad! ¿Para qué tanta precisión? Con saber que son más de las cinco ya se tiene bastante.

En la ciudad, la gente corre, vuela, por las calles. Se les oye decir: ¡Llego tarde al trabajo! ¡Que pierdo el autobús! ¡Que me cierran la tienda! ¡Bah! En mi pueblo, primero, que me levanto antes que el sol ¡como para llegar tarde! segundo, que no hay autobús y, tercero, que las tiendas nunca cierran. Que quiero un kilo de patatas, voy a casa de tío Vicente, llamo a la puerta, me abre y compro las patatas. En la ciudad no es así. El domingo no se abre.
Los demás días se cierra a la una, se abre a las.....El reloj nos va sometiendo implacablemente.

Cuando llegas a la ciudad no tienes prisa, pero corres. Corres como un loco, y... de pronto, te paras y piensas: Pero yo ¿a donde voy? Te serenas y empiezas a andar reposadamente. Y el tiempo se enlentece y ves a la gente pasar a tu lado alocadamente. Pero, al cabo de un rato, vuelves a estar tan acelerado como al principio
Esto se ha ido metiendo en nuestras mentes, en las de todos los que salimos del pueblo, aquellos que un buen día empezamos a correr, correr y correr. Y tanto hemos corrido que, en realidad, no hemos parado y, al final, no hemos llegado a ninguna parte. ¡No se llega a ninguna parte! ¡Se es esclavo del tiempo! En el pueblo es distinto. En mi pueblo se domina al tiempo. La gente tiene un sol, que sale por la mañana y se pone por la tarde, y unas campanas, que van dividiendo el día. Con esto hay suficiente y si, a veces, no se sabe si son las tres o las cuatro ¡Es igual!
JoséDomínguez Valonero

lunes, 15 de febrero de 2010

ARTÍCULO NO PUBLICADO
EL ÉXODO

En los años sesenta Encinasola era un pueblo bullicioso. Había gente por todas partes. Sus calles estaban llenas de mujeres provistas de bolsas o cestas para hacer sus compras o cargadas con cántaros de agua; hombres que se dirigían al campo con sus burros, mulos y perros o que iban a distintos destinos dentro del propio pueblo y niños, muchos niños, jugando a los bolindres, al fútbol, al chicuento, montando en bicicleta,...

Sólo de tarde en tarde se sentía el ruido del motor de un coche anunciando su inmediata presencia, lo que significaba que había que dejar libre la calle para que pasase. Pero todo no era gente yendo a su trabajo, también había quien estaba en la calle porque no tenía otra cosa que hacer. Estos eran los que se situaban en las “cuatro esquinas”, aquellas que forman al cruzarse las calles de la Corchuela y de Sevilla, esperando que alguien les ofreciera una forma de llevar a casa unas pesetas.

En los primeros años de la segunda mitad el pasado siglo XX, parte de la abundante mano de obra de Encinasola encontró trabajo en la construcción de la carretera de Oliva y, algo más tarde, en la “Repoblación forestal”, que fue un programa estatal encaminado a repoblar algunas zonas montañosas dentro de la propia provincia de Huelva.

El dinero escaseaba entre los morochos y, por esto, comprar fiado era normal. Había familias para las que todo dependía de la cosecha de aceitunas o del trigo de la senara de la Contienda. La senara se labraba, se sembraba y... a esperar que el clima fuese generoso. Pero de esto poco hay que decir porque aún no hemos podido hacer que llueva y haga sol cuando queramos.

Cuando llegaba el momento de recoger los frutos, lo primero que se hacía era pasar por las tiendas y talleres y pagar lo que se debía. La seriedad era absoluta.

Había quien era un artista en el “arte del trapicheo”. “El trapicheo” era toda una amplia gama de formas de llevar a casa algo con lo que pasar el día. “El trapicheo” abarcaba desde el tirarse al campo y “arrebañar” todo lo que podía servir para quitar el hambre, hasta la práctica de los más sutiles trucos para hacerse con algunas pesetas, que unas veces se devolvían y otras quien las había dejado se veía obligado a olvidarse ellas, ya que después de mucho insistir en su empeño se daba cuenta de que su recuperación era imposible.

Otra forma de ganarse la vida consistía en cargarse una mochila a la espalda y dirigirse a Barrancos para vender determinados productos que allí eran escasos o más caros y, de regreso, traer unos kilos de café. Esto era “el contrabando”. Una forma de “trapicheo” que permitía “seguir tirando”.

Bajo estos parámetros, podríamos decir que el pueblo era una olla a presión, por eso, el día que uno de aquellos mozos que cumplió el servicio militar en algún lejano lugar decidió no regresar al pueblo, se dio el paso decisivo para cambiar la forma de vivir en Encinasola. A partir de entonces todo cambió.

Cuando aquel joven volvió con chaqueta, corbata y bebiendo cerveza, el pueblo se dio cuenta de que había algo más que la senara de la Contienda, el “trapicheo” y el contrabando. El éxodo comenzó. Se marchó del pueblo quien no tenía trabajo e, incluso, quien lo tenía.

Los marochos que dejaron el pueblo iban dispuestos a luchar con todas sus fuerzas y a superar todas las dificultades que se les presentasen. Nada iba a impedirles salir adelante. Algunos de ellos eran hombres y mujeres curtidos en lo poco, acostumbrados a la escasez. Sus huesos estaban forjados en el duro lecho de la tierra que, en ocasiones, era el único colchón sobre el que habían dormido; su piel estaba curtida por el frío que pasaba entre las secas ramas de la choza en los días rigurosos del invierno; sus ojos, en las noches de verano, conocían la posición de cada lucero porque las estrellas y el resplandor de la luna habían sido el techo bajo el que se habían cobijado y su paladar no había conocido otros manjares que no fuesen el pan con tocino y una cazuela de gazpacho. ¿De qué podía asustarse un marocho?

Abandonado el pueblo, una vez dispersados por el mundo, no hubo profesión que no fuese desempeñada por los marochos. De su esfuerzo pueden hablarnos las minas de carbón de Bélgica; las cadenas de montaje alemanas; las fábricas de muebles, de cerveza y de cerámica de Valencia, los altos hornos de Bilbao, los telares de Cataluña, etc. También se hizo patente la presencia de los marochos en las Unidades del Ejército, los cuarteles de la Guardia Civil y de la Policía Nacional y no faltaron a la hora de colocar ladrillos en renombrados edificios; en las bodegas de barcos de carga; atendiendo los stands del Corte Inglés; ordenando las vitrinas de las más finas pastelerías; cuidando los hogares de pudientes familias, conversando en las barras de bares desperdigados por medio mundo y un interminable etcétera. El marocho se adaptó a toda clase de trabajo. Aprendió a moverse con total desparpajo en todo tipo de industrias, oficios, oficinas y servicios.

Cuando digo marocho, me estoy refiriendo a ambos sexos, al marocho y a la marocha, porque estos años supusieron un cambio radical en la vida de la mujer de Encinasola. Por primera vez en la historia, la mujer sale de su casa sola. La mujer rompe ese cordón que, desde siempre, la había mantenido sujeta a la potestad de sus padres y esposos. La mujer de Encinasola se va de casa y se enfrenta sola a la vida. No creo equivocarme si afirmo que, en principio, todas van a “servir” a casas más o menos importantes. Después también romperán con aquellos segundos lazos de control y se emplearán en fábricas, comercios, etc.

Si muchas fueron las funciones que los marochos ejercieron, aún más variado fueron los lugares en los que las desempeñaron. Me atrevería a decir “Piensa un lugar. En él, o muy cerca de él, un marocho derrochó energía y puso de manifiesto su capacidad para el trabajo, el sufrimiento y la constancia.

El hijo de Encinasola se esparció por todo el orbe, el éxodo no tuvo como destino únicamente ciudades de la geografía española (Bilbao, Barcelona, Madrid o Valencia), sino que llegaron a lugares tan lejanos como Alemania, Holanda, Bélgica, Finlandia, etc.

Huelva, con su polo industrial, se convirtió en el destino de los marochos a mediados de los años sesenta.

Aunque ya lo hemos mencionado, no nos resistimos a insistir en que otros destinos muy deseados de nuestros paisanos fueron la Guardia Civil, el Ejército y la policía Nacional.

Para ingresar en la Guardia Civil había que adquirir unos conocimientos básicos, sí básicos, pero de los que gran parte de la población carecía, porque eso de asistir a la escuela no había sido posible para gran parte de ellos. Por esto, los aspirantes asistían a unas clases que, específicamente destinadas a este fin, se impartían en la “Escuela del Retratista”, que se encontraba en la calleja de María Jesús.

En esta escuela hubo quien aprendió a leer, a escribir, a efectuar las llamadas cuatro reglas y a desenvolverse en el complicadísimo sistema métrico decimal. Este sistema de pesas y medidas era casi desconocido en el pueblo, pues aún era habitual utilizar la vara, la cuartilla y la libra. ¡Cuánto esfuerzo y cuántas lágrimas! ¡Cuánto sacrificio! Y todo ello, después de un “sol a sol” por esas senaras de Dios.

Otros optaron por ingresar en el Ejército y la Policía Nacional, pero a estos destinos sólo se dirigieron una minoría. Pues, con respecto al primero de ellos, era preciso ingresar muy joven , toda vez que había que esperar un largo período de tiempo antes de llegar a ser profesional. y , con respecto al segundo, las convocatorias eran escasas y el número de plazas muy limitado.

La consecuencia de este éxodo provocó que, en unos cuantos años, la población marocha se viera considerablemente reducida y que el pueblo perdiese su aspecto bullicioso. Siempre quedará la duda de si, aunque sólo fuese parcialmente, esta sangría podría haber sido evitada o de si la principal causa de ella fue que la población de Encinasola había rebasado el límite que puede soportar su capacidad para producir recursos. De cualquier forma, esta pérdida de población, en muchos casos, supuso para los miembros de algunas familias que permanecieron en el pueblo una nueva fuente de ingresos y una mejor calidad de vida, ya que los que se fueron no olvidaron a los que se quedaron.
José Domínguez Valonero