lunes, 14 de abril de 2008

DON ELADIO

Los grupos escolares constituyeron un ambicioso proyecto que quedó paralizado durante muchos años. Durante ese largo período de tiempo se destruyeron los pisos, cielos rasos, techos, tabiques, tejados y todo lo que en esos edificios era susceptible de destruir.

A pesar de aquella vorágine destructiva, tras algunas reparaciones y reformas, quedó en condiciones de uso un edificio que, en principio, había sido concebido como vivienda para los maestros. Este edificio constaba de una pequeña cocina y dos aulas. La primera de estas aulas estaba ocupada por una clase de niñas y la segunda era donde impartía sus clases D. Eladio Carvajo.

Don Eladio, basta su nombre para que todos sepamos a quien nos referimos, porque sólo ha habido un D. Eladio en Encinasola y ese, es el Maestro.

Impartió sus enseñanzas a gran número de marochos. Ponía todo su cariño, toda su voluntad, todo su tesón, toda su paciencia en cada una de sus clases. En una época en la que la “regleta” era el alma de las clases, jamás se la vi utilizar. Basaba la enseñanza en el convencimiento de su necesidad. Trataba de inculcar en el alumno que la cultura era un medio de abrirse camino en la vida y que el saber aproxima al hombre a la libertad, ya que le permite reducir las posibilidades de ser manipulado.

Era un gran amante de la música y, a veces, íbamos a su casa para así utilizar su piano para enseñarnos canciones, himnos y marchas.

Todas las mañanas formábamos frente al edificio para, con toda solemnidad, izar la Bandera, porque uno de sus objetivos era impregnarnos de amor y respeto hacia los símbolos de la Patria: su Himno y su Bandera.

Hace poco tiempo tuve la fortuna de poder recuperar los cuadernos correspondientes al curso 1954 - 1955. Una vez encuadernados, ese volumen ha pasado a formar parte de mi biblioteca y son un pequeño tesoro en el que esta plasmado el sistema educativo que empleaba D. Eladio.
El recuerdo de aquella pequeña clase atiborrada de pupitres, con la pizarra en un rincón, quedó grabado en mi mente de forma permanente. No sólo quedó en mi recuerdo la parte material e inanimada de la clase, sino que perviven también en mi memoria algunos personajes: Fidel, que era una ametralladora conjugando verbos ¡Como disfrutaba D. Eladio oyéndole desgranar los pluscuamperfectos, los indefinidos y cualquier otro tiempo que le preguntase! Era el mejor, el único, en aquella inextricable gramática; Manolico, con sus fáciles dibujos; Bernabé, que se perdía entre los vericuetos de las divisiones; Anarte, el jardinero mayor del “reino”; Abel, el que más palabras leía en un minuto...

El aspecto practico de la enseñanza era muy apreciado por él y la botánica, en su limitada parcela de la jardinería, constituía una de sus asignaturas favoritas. Se diseñaban parterres, se traían plantas de viveros y los alumnos materializábamos el proyecto. Cada día, antes de entrar en clase, llenábamos un cubo de agua en la charca y regábamos el jardín que, con nuestro esfuerzo, iba adquiriendo forma. Al final contamos con unos setos, que delimitaban un magnífico conjunto, y con una amplia y variada gama de flores. Encinasola tuvo su pequeño jardín del que los niños, sus artífices, nos sentíamos muy orgullosos.

A la hora del recreo, una de nuestras preferidas ocupaciones era jugar al chicuento y para ello nos perseguíamos por el interior de las derruidas viviendas cruzando los agujereados tabiques, subiendo por las destrozadas escaleras y saltando, con la mayor rapidez, de viga en viga, sin preocuparse de la altura a la que se encontrasen. Cuando, un día, D. Eladio nos sorprendió en tal aventura quedó petrificado. No se atrevió a gritar ni a reñir por temor a que alguien se cayese. ¡Que mal lo pasó! Restablecido el orden, recibimos una regañina que, a pesar del tiempo transcurrido, aún recordamos. Tuvimos que hacer mil promesas antes de volver a salir al recreo y menos mal que nunca llegó a vernos patinar encima del grueso carámbano que, en invierno, se formaba en la charca que existía a la entrada del edificio principal, porque entonces...

En la pequeña cocina del edificio hervíamos agua con unos polvos blancos y obteníamos leche. Nunca en el pueblo se había hecho tal proceso. Íbamos a clase con una bolsa que contenía un vaso, y es que, los de aquella época, somos la generación del queso y la leche en polvo americana.
La labor del maestro es una de las más hermosas que pueden desarrollarse porque el niño, su materia prima, va asimilando lo que se le enseña y lo que ni siquiera se le pretende enseñar, (los sentimientos, el pensamiento y la esencia misma de su maestro) y esas enseñanzas perduran en el alumno. La obra del maestro le sobrevive. Sus alumnos le recuerdan con afecto y agradecimiento a través del paso de los años.


“El Picón, Núm. 34. Septiembre 1996

Firmado con el pseudónimo de
Juan José de la Encina

No hay comentarios: