miércoles, 5 de noviembre de 2008

CARTA A AUGUSTO RODRÍGUEZ

De nada vale mi esfuerzo. A pesar de saber tu nombre y apellidos, no me es posible saber quien eres. ¡Paradojas de nuestro sino marocho! Los datos de nuestra partida de nacimiento son insuficientes para que podamos identificarnos unos a otros. Sólo cuando el contacto ha sido muy prolongado, o se ha “compartido pupitre”, nos es posible conocer al que está al otro lado de esas tres palabras que condensan, que son la última expresión, la materialización de un largo árbol genealógico que se hunde en las raíces de nuestra familia.

Valoro tu trabajo sobre los apodos y me alegro de que te hayas decidido a publicarlo. No es tarea fácil recoger tantos motetes. Seguro que alguno se te quedará en el tintero.

El apodo, mote, alias, motete, sobrenombre o alcuño (que de todas esas formas puede llamarse) es nuestro “apellido” más definitorio. Basta pronunciarlo y todo marocho sabe con quien esta hablando. Todo el mundo ve, a través de esa palabra, la cara de aquel al que el mote corresponde.

Siempre hubo personas que llevaron mal su apodo. Todos tenemos algún reparo al pronunciarlos públicamente porque somos conscientes de que podemos molestar a algunos de los que se encuentren presentes y nuestra intención es evitar “el mal trago” a quienes están condenados a soportar el peso de su alias durante toda su vida. Yo diría que tienen que soportarlo, incluso, después de haber acabado su paso por este mundo.

Cada familia tiene su apodo, y al irse mezclando las familias entre sí nos encontramos que en cualquiera de nosotros coinciden varios de ellos. Pero, siempre, entre todos los apodos hay uno que se impone sobre los demás. Es el que predomina. Es el más fuerte. El que mejor te identifica.
El mote no se forma espontáneamente. No se “pega” a la persona porque sí. El mote hay que ganárselo a pulso, hay que sufrirlo, sudarlo y, a veces, soportarlo. Pero cuando arraiga, se acepte o no, pasa a ser parte inseparable de la persona.

Los orígenes de los apodos son muy variados: Uno de ellos surgió como consecuencia de que un niño era llamado en su familia “Lorencito”. Otro pequeño, incapaz de pronunciar esta palabra de forma correcta, la deformaba diciendo “Enchito”. Arraigó esta última palabra y todos cambiaron el “Lorencito” por el “Enchito”, que, poco a poco, dio paso a “CHITO”.

Yo soy portador de varios motes que conozco y... ¡Dios sabe cuantos serán los que me corresponden y no relaciono con mi persona!

Sé que soy: Pipolo, Paletilla, Ricardo,... y CHITO. ¡Soy CHITO! ¡“Pepe Chito”!.

Pero, ¡me has olvidado! ¡Soy uno de los que se han quedado en el tintero!

Opino que los motes se pierden, cuando las familias se extinguen. Por eso te ruego que ¡no me extermines! Por favor, ¡inclúyeme en tu lista!

El Picón, Núm. 10, Octubre 2000

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