domingo, 25 de enero de 2009

CONSERVACIÓN DEL PATRIMONIO

Hace tiempo que bajo el seudónimo de Juan de la Encina Sola escribí un artículo, en estas mismas páginas, en el que relacionaba una serie de edificios que, en mi opinión, constituyen una parte importante del patrimonio cultural y artístico de Encinasola. Lógicamente, entre todos los edificios sobresale la Iglesia Parroquial de San Andrés.

Decía en aquellas líneas que a ver cuando llega el día en que alguien se decida a hacer un detallado estudio descriptivo de este edificio. Un estudio que no sólo recoja la obra de fábrica, sino también su contenido. Un contenido que comprende retablos, imágenes, capillas, pinturas, etc.

Si algún día se lleva a cabo este estudio, será un trabajo de gran envergadura en el que se describirán las obras que, a lo largo de muchos años, el pueblo de Encinasola, con su esfuerzo, ha ido depositando en la iglesia.

Pero no sólo es labor creativa lo que contiene nuestro más insigne edificio, también hay, en cada objeto, un inestimable esfuerzo de conservación, un saber cuidar esos tesoros que, en definitiva, es lo que ha hecho posible que los mismos hayan llegado hasta nosotros.

Y es a este punto al que hoy quiero prestar una especial atención, a la conservación de los objetos. Y cuando digo “los objetos” me refiero a todos ellos, a los que hoy consideramos valiosos y los que a nuestro entender lo son menos, porque a veces, estos últimos, con el paso del tiempo se revelan como verdaderas joyas, cuyo valor puede llegar a sobrepasar todas las previsiones.

El exceso de celo, nuestra mejor voluntad, puede llevarnos a tratar las riquezas de la Iglesia de forma lesiva. Pretendiendo embellecer sus obras de arte, podemos llegar a acelerar su deterioro, incluso provocar en ellas desperfectos difíciles de reparar.

El polvo, que el paso del tiempo y la falta de una diaria limpieza pueden acumular en los retablos, es obvio que los afea, pero puede que un toque con un delicado plumero sea suficiente para devolverles su brillantez.

Cuando tratemos de limpiarlos a fondo, hemos de ser prudentes al emplear agua, paños humedecidos o alguno de los actuales productos de limpieza, Antes de hacerlo, hemos de estar seguros de que con ello no alteraremos la policromía o provocaremos deformaciones y daños en la madera. La limpieza es una acción necesaria, pero es preciso ejecutarla de un modo correcto.

En cuanto a las imágenes que se encuentran en las ermitas alejadas de la población es evidente que sus traslados al pueblo constituyen el mayor riesgo al que se les somete. Para estos traslados es necesario protegerlas del polvo y de la intemperie. Tan perjudicial puede ser la lluvia, como el someterlas a un sol directo e intenso, por esto hay que trasladarlas con la debida protección.

Hasta hace unos años los tejidos que se empleaban para estos fines estaban confeccionados con productos naturales (lino, algodón, seda, lana,...). Se trataba de unos materiales que, al mismo tiempo que protegían contra el polvo y los efectos del sol y de la lluvia, permitían que el aire circularse entre sus fibras. En cambio, actualmente contamos con tejidos y productos cuya impermeabilidad no deja que el aire que envuelven pueda renovarse, produciendo un recalentamiento del mismo. Si, innecesariamente, cubrimos nuestras imágenes con estos materiales, se produce una especie de “efecto invernadero” que puede provocar unas consecuencias contrarias a las que deseamos, o sea, que se puede perjudicar lo que tratamos de proteger.

Por todo esto, tanto en lo relacionado con la limpieza, como con los traslados de las imágenes, deberíamos considerar que tal fuese prudente que ahora que se esta llevando a cabo la restauración de importantes piezas de nuestro patrimonio, y se está en contacto con prestigiosos restauradores, se les consultase acerca de la forma de limpiar las imágenes, los retablos, la plata, etc. y las precauciones que se han de tomar en los traslados de nuestras vírgenes, para así conocer los productos y los procedimientos que debemos emplear.

Triste sería que, pasados unos años, tuviésemos que llorar habernos excedido en nuestro afán por mantener limpios y proteger de forma no adecuada los objetos que constituyen nuestro más preciado patrimonio.

“El Picón, Núm. 9. Agosto 2000

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