domingo, 5 de abril de 2009

SEMANA SANTA

La Semana Santa se inicia con gran alegría. El Domingo de Ramos acudimos a la iglesia con la tradicional vara de olivo, si bien hay quien lleva una rama de palmera, lo cual constituye un signo señorial, es un toque de distinción. aquellas palmeras atraen las miradas de los concurrentes. Una vez bendecida, la vara de olivo la colocamos en la barandilla del balcón, los que tienen balcón ¡Claro!

Hace años, esta inicial alegría era seguida por una gran seriedad. Se suspendía cualquier manifestación de júbilo, cualquier tipo de divertimento. No había música en la radio, excepto saetas y obras clásicas. El cine cerraba sus puertas. El baile era...Bueno, no hay palabras lo suficientemente graves y expresivas como para definir al baile. No estaba permitido ni pensar en él.

El altar mayor de la iglesia y los de las capillas laterales se cubrían, de negras cortinas que lo tapaban todo ¡Era impresionante! ¡Sobrecogedor!

Se celebraban varias procesiones. El Miércoles Santo se trasladaba el Cristo al Calvario. Había otra procesión el Jueves Santo. Por último, el Santo Entierro, con su silencio absoluto y a unas horas que los más jóvenes apenas si podían permanecer despiertos para formar parte de ella.

Aquellas procesiones se ajustaban a un rígido ritual. Las mujeres marchaban delante de los pasos, en dos largas hileras, ciñéndose a la anchura de la calle, portando cirios encendidos y entonando cánticos acordes con la celebración.

Con el fin de poder ver de cerca las imágenes, había quien se quedaba rezagada y esto causaba el “corte” de las hileras. De inmediato actuaban los encargados de mantener el orden y restablecían el ritmo normal del paso.

Detrás de los pasos iban los hombres. Serios. Trajeados. Formando un grupo. En silencio o, a lo sumo, hablando quedamente.

Al paso de la procesión se cerraban las puertas de aquellos pocos bares que estuviesen abiertos y el personal que permanecía en ellos se asomaba a escondidas por las rendijas de las entornadas ventanas.

Un año, allá por los cincuenta, se produjo una gran expectación, un gran revuelo. Salía el Gran Poder. El Cristo tallado por Vicente Tapada. ¡Que emoción! ¡Era como en Sevilla! Los nazarenos iban en silencio absoluto antes, durante y después de la procesión. La puerta de la iglesia estuvo cerrada. Nadie, excepto los hermanos, permanecía en su interior. Fuera, en la pequeña plaza existente delante de la puerta, se agolpaba el gentío deseoso de presenciar la salida de la cofradía. Nadie quería perderse el menor detalle. Al finalizar las campanadas de la medianoche, se abrieron las pesadas puertas del templo y comenzó la salida de los nazarenos. Todo en perfecto orden. ¡Silencio, mucho silencio! El público quería que todo saliese perfecto y ante el menor atisbo de conversación se levantaba una oleada de siseos que obligaban a callar a aquellos que osaban romper la paz.

No había hileras de mujeres. Los hombres no seguían al paso. Todo era distinto. Todo era nuevo. La voz del capataz rompía el silencio. ¡Derecha atrás! ¡Abajo! ¡To´s por igual! El capataz era Andrés Guerrilla y dirigía la salida como el más consumado capataz hispalense. Los costaleros hacían un excelente trabajo. ¡Ya tenemos al Gran Poder en la calle! El pueblo vibraba.

Durante la procesión incluso sonaron algunas saetas, pues al pasar por la puerta del cine, en la calle Sevilla, pusieron un disco.

El Domingo de Resurrección se llegaba al final. Se descorrían las cortinas que cubrían los altares y se recuperaba el ritmo de vida normal, el que había quedado paralizado siete días atrás.


“El Picón, Núm. 31. Marzo 1996

Firmado con el pseudónimo de
Juan José de la Encina

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