lunes, 5 de octubre de 2009

ARTÍCULO NO PUBLICADO


NUESTROS ANTEPASADOS

No es necesario insistir en que nuestra forma de vida, con todo lo positivo y negativo que conlleva, es consecuencia de la herencia que nos legaron los que nos precedieron. Refiriéndonos a Encinasola, hemos de decir que fueron ellos los que hicieron su historia, los que fueron dando forma física al pueblo y los que, sin apenas darse cuenta, crearon las tradiciones y configuraron todo lo bueno y malo que Encinasola tiene actualmente. Todo lo actual es consecuencia de la labor de los que han vivido en el pueblo a lo largo del tiempo.

Pero ¿dónde están esos antecesores? ¿donde están sus restos? ¿donde están sus enterramientos?

Hace unos cuantos años, alrededor de cincuenta, se sustituyó el suelo de la iglesia. El piso ajedrezado, constituido por pequeñas baldosas blancas y negras que se despegaban fácilmente y que constituían un pavimento muy irregular, fue retirado para colocar otro formado por losetas de mayor tamaño, las actuales.

Al levantar aquellas baldosas apareció un firme de tierra esponjosa. Los niños lo pasábamos en grande cuando, a escondidas de los albañiles, nos esforzábamos en levantar el pesado pisón de madera y, dejándolo caer enérgicamente contra la superficie, competíamos en ver quien lograba que se hundiese más profundamente.

Era como si el suelo estuviese hueco y, desde luego, algo de esto ocurría, pues fácil fue comprobar que en él había enterramientos, lo cual no es un hecho extraordinario ya que, hasta bien entrado el siglo XIX, la mayor parte de las ciudades y pueblos de nuestra geografía carecían de cementerios, siendo las iglesias los lugares donde encontraban el definitivo descanso los que abandonaban este mundo. Un descanso que se veía interrumpido por las llamadas “catas de iglesia” que consistían en la extracción de los restos depositados en ellas, cuando la capacidad del recinto se agotaba, para así poder seguir cumpliendo con esta función.

Hacia principios del siglo XIX se derribó la primitiva ermita de San Juan para construir un cementerio, que se mantuvo en uso hasta el 15 de Abril de 1933, que es cuando se inauguró el que hoy existe, localizado en la zona de “Caganitos”. Aquel primitivo camposanto, al que a finales del siglo XIX se le adosó en su parte Sur la actual ermita de San Juan, no era muy grande, tenía altas paredes y una cancela de hierro herrumbroso a través de la cual se podía ver su interior, lleno de altas hierbas.

Candelario López, asiduo colaborador de “Ecos de Flores”, en uno de sus artículos decía, refiriéndose al momento en que se inauguró el nuevo cementerio, que “los muertos del viejo cementerio estaban mejor atendidos, mejor cuidados los nichos”. Sin embargo, cuando yo lo conocí, en los años 1950, ya nadie lo cuidaba. Nadie limpiaba las tumbas ni siquiera a primeros de Noviembre. Parecía que los que allí yacían no tuviesen sucesores. ¿Cómo pudo olvidarse el pueblo de aquellas gentes? ¡Y mira que estaban cerca!

Este abandono debió de llevar a pensar que si el cementerio se derribaba a nadie importaría, que nadie iba a mostrar la menor indignación o preocupación por ello, pero la realidad fue que cuando la demolición se llevó a cabo el pueblo se sobrecogió. Hubo un estremecimiento general. Encinasola entera se conmovió, una parte se sintió culpable y otra experimentó una indignante impotencia.

Fueron muchos los restos humanos que de allí se sacaron y se procedió a cernir la tierra para evitar que, en aquel lugar, quedase el menor rastro de ellos.

Con la desaparición del cementerio, se perdió la referencia física de aquellos de quienes procedemos. Su derribo tuvo como finalidad obtener un solar para hacer unas viviendas “baratas”, pero el resultado fue desastroso, pues se hizo un gasto cuantioso y, al final, el respeto y la aprehensión que sentimos por los muertos impidieron que aquellas casas fuesen ocupadas y hoy nada queda de ellas.

Desgraciadamente, con este derribo se perdió algo de lo que hoy, que concedemos gran valor a lo antiguo, estaríamos orgullosos de poseer. Seguro que ahora, cada primero de Noviembre, iríamos a cuidar los nichos de nuestros abuelos y sería normal que deambulásemos junto a las tumbas buscando unos apellidos que nos resultasen familiares.

Ojalá que esto nos sirva a los marochos para que valoremos las pequeñas y las grandes cosas que tenemos y que, respetándolas y conservándolas, logremos que lleguen intactas a los que nos sucedan. Pero, además, algo muy importante es que sepamos inculcar a nuestros jóvenes el respeto y el cariño que esas cosas merecen.
José Domínguez Valonero

2 comentarios:

Carmen dijo...

Pepe, Desgraciadamente las personas solemos confundir lo "viejo" con lo "antiguo".
Lo que pasó en tu pueblo con el cementerio todavía sigue pasando en muchos pueblos de España con lugares o edificios que son parte de nuestra historia. Espero que algún día aprendamos a respetarla.
Un abrazo.
Carmen

Jesús F. Sanz dijo...

Ahora que leo tu artículo, me ha traido a la memoria la situación en que se encontraba aquel cementerio viejo; que sensación más desagradable ver tantos restos humanos mezclados entre los escombros cuando decidieron derribarlo, lo recuerdo bastante bien, también se decían cosas entre los chiquillos, no sé si fantasía o realidad. Que lástima de casas que, ya casi terminadas, no se llegaron a rematar; tenían una sólida construcción y un diseño, todas o casi todas ellas, apropiado para gente del campo; ¿...y si fueron malditas por los espíritus de aquellos muertos para que no se acabaran?, es broma; pero lo que es cierto que con unos pocos de datos e imaginación se podría escribir algo sobre el asunto.
Cordial saludo. Jesús