domingo, 25 de octubre de 2009

ARTÍCULO NO PUBLICADO
TODOS LOS SANTOS

El que cada año, a finales de octubre, las familias se desplacen al cementerio cargadas de cal, esmalte, purpurina y demás materiales y enseres para acicalar los nichos de los que se marcharon para siempre no es una costumbre que haya variado, lo que sí ha cambiado es la forma de desplazarse. Ahora se hace en coche y antes a pie.

Antes el camino era pesado, más por los cachivaches que se transportaban que por la distancia que había que recorrer, de aquí que en la cuesta de la Valonera se hiciese un alto para reponer fuerzas.

En esa época del año la maduración de las bellotas está muy avanzada y ese descanso se aprovechaba por la gente menuda para saltar las paredes de las cercas situadas junto a la carretera y subirse a las encinas para saborear algunas bellotas que, aunque en esas fechas aún están algo amargas, se degustan con satisfacción por ser las primeras del año.

En el recorrido era raro cruzarse con algún coche, en cambio sí era normal el encuentro con el peón caminero que se esforzaba en cubrir con paladas y esportonadas de tierra la almendrilla de la carretera. La almendrilla, unas troceadas piedras sobre las que muchas veces me he preguntado si su finalidad no sería dificultar el paso de los vehículos, pues puedo dar fe de que este objetivo lo cubría de maravilla, pues rodar a 20 ó 25 Km. por hora era toda una proeza, ya que el volante del vehículo vibraba espectacularmente, las piezas del coche se desajustaban y, con su ruidoso traqueteo, parecía que se avecinaba el desarme de todas ellas de un momento a otro.

La llegada al camposanto exigía silencio y recogimiento, de aquí que los mayores llamaran la atención a los pequeños, con insistentes siseos, ante el menor atisbo de armar el menor ruido, iniciar carreras o enfrascarse en el juego que más les atraía: saltar de tumba en tumba, ya que su ingenuidad sólo les permitía ver en ellas una interminable serie de pequeños montoncitos que incitaban al salto.

Inmediatamente después de cruzar la puerta, a la derecha, aparece una gran mazorca que señala la tumba de tía Inés “la Ricarda”, y, desde aquí, un recto pasillo conduce a la puerta de la capilla en la que, en lugar preferente, se encuentra un gran crucificado que preside y llena con su presencia todo el recinto. Es un Cristo impresionante ¡Se lo digo yo, que rompía a llorar y gritar, muerto de horror, cuando mi hermano Francisco me cogía en brazos y me forzaba a entrar en aquel pequeño oratorio!

Este majestuoso Cristo me infundía pavor. Aquella cabeza ensangrentada y coronada de espinas me enmudecía. Me sobrecogía la herida del costado, pero lo que poderosamente llamaba mi atención eran los clavos. Aquellos clavos herían mis ojos y, especialmente, el de mayor tamaño, el que, atravesando ambos pies, los mantenía firmemente unidos al madero.

Entretanto, fuera, se completaba la tarea que había motivado la caminata. Se limpiaban y pintaban los nichos, se colocaban flores, se rezaba una oración y, después, se recorría el cementerio. Se efectuaba un lento deambular para localizar la ultima morada del resto de los familiares, de las personas conocidas y apreciadas y las de aquellos buenos amigos que compartieron juegos, trabajo, penas y alegrías.

Se hace tarde y, por tanto, llega la hora de volver a desandar el camino, acompañados de la tristeza que produce el reavivado cariño por aquellos que se fueron para siempre y el recuerdo de los momentos que vivimos junto a ellos, sus costumbres, sus dichos, sus virtudes y esos detalles que en su momento pasaron desapercibidos pero que ahora, cuando nos vemos privados de su presencia, se nos representan muy importantes.

El hecho de que en este viejo culto participen los niños contribuye a que el mismo se transmita de generación en generación. Se trata de una tradición, una creencia, un credo que enaltece al ser humano, pues el respeto a los antepasados es un sentimiento que nos ennoblece y una virtud que nos honra.
José Domínguez Valonero

2 comentarios:

Carmen dijo...

De pequeña me encantaba ir al cementerio y leer las poesías o dedicatorias que habia escritas en los nichos. Hay una que se me quedó grabada en la memória estaba escrita en la lápida de un militar y decía: Como te ves yo me ví, como me ves te verás, todo para en esto aquí, piénsalo y no pecarás.
Un abrazo.
M.Carmen

Jesús F. Sanz dijo...

Pepe, me has regresado a cuando éramos chavales y dábamos aquellos paseos por la carretera de Fregenal hasta el cementerio, en estos días próximos a Todos los Santos. ¡Que misterioso era todo aquello¡, al ver tantas lápidas y tumbas, ¿y el osario?, se te cortaba el aliento al verlo por vez primera. ¡Cuantas preguntas...¡ El Cristo que tanto te impresionó no lo recuerdo, sé que hay una capilla al fondo, puede ser que no me haya acercado. Todos los años suelo ir al Cementerio de Encinasola, ya sabes porqué; después de hacer mi visita doy una vuelta por allí, que pena de vida, tantos nombres conocidos, cuantos recuerdos...
Bueno, que me estoy poniendo demasiado triste y no es esa mi intención; hay que tratar de buscar motivos para que nos alegren las vida y disfrutarla hasta que Dios quiera.
Cordial saludo. Jesús