jueves, 5 de noviembre de 2009

ARTÍCULO NO PUBLICADO


EL APAÑIJO

E
l joven va lentamente despertando de su sueño, desperezándose y con los ojos semientornados, trata de evitar que le hieran los rayos de la débil lámpara que pende del techo de la habitación. Fuera, en el corral, una palangana y un cubo de agua, a veces helada, le esperan para que, con el torso semidesnudo, realice el diario rito de un rápido y sencillo aseo personal.

En la cocina, su madre ha encendido el fuego, en el que está chisporroteando el aceite, presta a que en ella se frían las rebanadas de pan que van a constituir la base del desayuno, que se completará con una taza del negro líquido obtenido de la ebullición, en un puchero de barro, de unas cuantas cucharadas de cebada tostada a las que, ostentosamente, se les llama café.

El tiempo justo de terminar el desayuno y empiezan a oírse las llamadas de las caracolas, esas conchas marinas de grandes dimensiones que, convenientemente agujereadas, permiten emitir unos sonidos característicos para cada una de ellas. Esa diferencia entre sus sonidos es lo que posibilita que se distinga cual es la cuadrilla que está siendo llamada.

Al oírse la caracola correspondiente se coge la talega con el almuerzo, normalmente compuesto por pan, tocino, chorizo, tortilla y alguna pieza de fruta. Se reúne la cuadrilla y, aún de noche, se inicia la larga caminata para encontrarse en el olivar al despuntar el día.

El proceso para recoger las aceitunas es simple. Los vareadores se encargan de echar el fruto al suelo, vareando u ordeñando, y los demás, principalmente mujeres y jóvenes, se encargan de recogerla, lo cual se hace directamente de la tierra o, en otras ocasiones, se recurre a extender unas lonas que facilitan el trabajo.

El frío es tan intenso que en ocasiones es necesario confeccionar unas especies de dedales con cáscaras de bellota. Con esto se evita el fuerte dolor que se produce en la yema de los dedos al rozar una y otra vez sobre la tierra endurecida por la escarcha.

Se empieza a trabajar entre quejas, maldiciones, sonrisas, risotadas y miradas furtivas entre los más jóvenes ¡de todo hay!

Las mujeres maduras, con el desparpajo fruto de la edad y de la experiencia, se erigen en las cabecillas del grupo y no es extraño que cuando hay un chico jovencito dirijan la ya preparada y premeditada operación de darle los “perros cultos” ¡Menuda broma, eso de los “perros cultos”!

Algunas veces, afortunadamente pocas, surge la tragedia. Una escalera que resbala, la rama de un árbol que se quiebra y un hombre que cae desde lo alto sufriendo la rotura de algún miembro. Al dolor propio de la fractura se une el de las manipulaciones necesarias para subirlo a la caballería que ha de evacuarlo. Una evacuación lenta, penosa y larga que, a veces, incrementa los daños de la lesión de forma alarmante.

Nada de pensar en trasladarlo a un lejano Hospital. Los médicos del pueblo son los encargados de proceder a enyesar el miembro fracturado. Era esta una operación que se hacía valiéndose de la experiencia y de la intuición del galeno. La ausencia de rayos X no permitía saber la posición exacta de los huesos, por esto, no en pocas ocasiones el accidentado quedaba cojo de por vida.

Bien entrada la tarde se da por terminada la faena y se procede a pesar las aceitunas recogidas por cada uno de los miembros de la cuadrilla, pues será este peso el que determine el dinero a pagar a cada uno de ellos.

De regreso al pueblo, aún a pesar del cansancio, se viene entre risas, cantos y comentando los acontecimientos que se han producido a lo largo del día.

Atrás queda la dura jornada, ahora hay que reponer fuerzas para encarar la del día siguiente, si bien aún habrá tiempo y ganas de salir. Los hombres a jugarse al tute, con los amigos, el “botellín de tintorro” y las jóvenes, casadas o no, a preparar la cena. Las salidas de las mujeres sólo estaban justificadas los días de fiesta o para asistir a los actos religiosos. Una regla general que si bien se cumplía para todas las féminas, aún era más rigurosa para las casadas, pues prevalecía la norma que decía: ¡Mujer casada, pata quebrada!

Han pasado muchos años y la situación a cambiado radicalmente, sin embargo, es posible que la forma de recoger las aceitunas no haya sufrido grandes cambios. Me refiero a lo de “varear” u “ordeñar”. Por esto, cuando llegué a la zona de Levante me llamó la atención la forma de recoger las aceitunas, pues allí esa faena agrícola se hace por medio de unas sencillas máquinas que facilitan la tarea.

Para recoger las aceitunas allanan el terreno con la más absoluta precisión. No queda el menor resalte, la tierra queda completamente lisa. Una vez la aceituna en tierra pasan un rodillo lleno de alfileres que van recogiéndolas. Al girar el rodillo, los alfileres pasan por un largo peine que suelta los frutos, los cuales, por medio de una tobera entran en un saco.

José Domínguez Valonero

2 comentarios:

Carmen dijo...

!Que trabajo más duro! menos mal que hoy en día las cosas han cambiado y todo se realiza de forma mucho menos dura.
Un abrazo.
M.Carmen

Jesús F. Sanz dijo...

También apañé yo aceitunas, recuerdo que era un "cercao" en el camino de los Lagares; allí había olivos que no se terminaban nunca. Algunos estaban cargadisimos y para más inri las aceitunas eran muy menudas, así que cundía muy poco para llenar la espuerta. Era una "alegría" coger las aceitunas en el mes de enero en aquellos barbechos escarchados. Lo que más me agradaba de aquello lo "beniiiisima" que estaba la comida; y eso que yo para comer era un poco "pijotero". Bueno, pues fue una experiencia más que nunca sobra, para comprender de primera mano lo sacrificado que son las labores del campo; ¡con lo fácil que es consumir sus productos en la mesa¡
Cordial saludo. Jesús