lunes, 15 de febrero de 2010

ARTÍCULO NO PUBLICADO
EL ÉXODO

En los años sesenta Encinasola era un pueblo bullicioso. Había gente por todas partes. Sus calles estaban llenas de mujeres provistas de bolsas o cestas para hacer sus compras o cargadas con cántaros de agua; hombres que se dirigían al campo con sus burros, mulos y perros o que iban a distintos destinos dentro del propio pueblo y niños, muchos niños, jugando a los bolindres, al fútbol, al chicuento, montando en bicicleta,...

Sólo de tarde en tarde se sentía el ruido del motor de un coche anunciando su inmediata presencia, lo que significaba que había que dejar libre la calle para que pasase. Pero todo no era gente yendo a su trabajo, también había quien estaba en la calle porque no tenía otra cosa que hacer. Estos eran los que se situaban en las “cuatro esquinas”, aquellas que forman al cruzarse las calles de la Corchuela y de Sevilla, esperando que alguien les ofreciera una forma de llevar a casa unas pesetas.

En los primeros años de la segunda mitad el pasado siglo XX, parte de la abundante mano de obra de Encinasola encontró trabajo en la construcción de la carretera de Oliva y, algo más tarde, en la “Repoblación forestal”, que fue un programa estatal encaminado a repoblar algunas zonas montañosas dentro de la propia provincia de Huelva.

El dinero escaseaba entre los morochos y, por esto, comprar fiado era normal. Había familias para las que todo dependía de la cosecha de aceitunas o del trigo de la senara de la Contienda. La senara se labraba, se sembraba y... a esperar que el clima fuese generoso. Pero de esto poco hay que decir porque aún no hemos podido hacer que llueva y haga sol cuando queramos.

Cuando llegaba el momento de recoger los frutos, lo primero que se hacía era pasar por las tiendas y talleres y pagar lo que se debía. La seriedad era absoluta.

Había quien era un artista en el “arte del trapicheo”. “El trapicheo” era toda una amplia gama de formas de llevar a casa algo con lo que pasar el día. “El trapicheo” abarcaba desde el tirarse al campo y “arrebañar” todo lo que podía servir para quitar el hambre, hasta la práctica de los más sutiles trucos para hacerse con algunas pesetas, que unas veces se devolvían y otras quien las había dejado se veía obligado a olvidarse ellas, ya que después de mucho insistir en su empeño se daba cuenta de que su recuperación era imposible.

Otra forma de ganarse la vida consistía en cargarse una mochila a la espalda y dirigirse a Barrancos para vender determinados productos que allí eran escasos o más caros y, de regreso, traer unos kilos de café. Esto era “el contrabando”. Una forma de “trapicheo” que permitía “seguir tirando”.

Bajo estos parámetros, podríamos decir que el pueblo era una olla a presión, por eso, el día que uno de aquellos mozos que cumplió el servicio militar en algún lejano lugar decidió no regresar al pueblo, se dio el paso decisivo para cambiar la forma de vivir en Encinasola. A partir de entonces todo cambió.

Cuando aquel joven volvió con chaqueta, corbata y bebiendo cerveza, el pueblo se dio cuenta de que había algo más que la senara de la Contienda, el “trapicheo” y el contrabando. El éxodo comenzó. Se marchó del pueblo quien no tenía trabajo e, incluso, quien lo tenía.

Los marochos que dejaron el pueblo iban dispuestos a luchar con todas sus fuerzas y a superar todas las dificultades que se les presentasen. Nada iba a impedirles salir adelante. Algunos de ellos eran hombres y mujeres curtidos en lo poco, acostumbrados a la escasez. Sus huesos estaban forjados en el duro lecho de la tierra que, en ocasiones, era el único colchón sobre el que habían dormido; su piel estaba curtida por el frío que pasaba entre las secas ramas de la choza en los días rigurosos del invierno; sus ojos, en las noches de verano, conocían la posición de cada lucero porque las estrellas y el resplandor de la luna habían sido el techo bajo el que se habían cobijado y su paladar no había conocido otros manjares que no fuesen el pan con tocino y una cazuela de gazpacho. ¿De qué podía asustarse un marocho?

Abandonado el pueblo, una vez dispersados por el mundo, no hubo profesión que no fuese desempeñada por los marochos. De su esfuerzo pueden hablarnos las minas de carbón de Bélgica; las cadenas de montaje alemanas; las fábricas de muebles, de cerveza y de cerámica de Valencia, los altos hornos de Bilbao, los telares de Cataluña, etc. También se hizo patente la presencia de los marochos en las Unidades del Ejército, los cuarteles de la Guardia Civil y de la Policía Nacional y no faltaron a la hora de colocar ladrillos en renombrados edificios; en las bodegas de barcos de carga; atendiendo los stands del Corte Inglés; ordenando las vitrinas de las más finas pastelerías; cuidando los hogares de pudientes familias, conversando en las barras de bares desperdigados por medio mundo y un interminable etcétera. El marocho se adaptó a toda clase de trabajo. Aprendió a moverse con total desparpajo en todo tipo de industrias, oficios, oficinas y servicios.

Cuando digo marocho, me estoy refiriendo a ambos sexos, al marocho y a la marocha, porque estos años supusieron un cambio radical en la vida de la mujer de Encinasola. Por primera vez en la historia, la mujer sale de su casa sola. La mujer rompe ese cordón que, desde siempre, la había mantenido sujeta a la potestad de sus padres y esposos. La mujer de Encinasola se va de casa y se enfrenta sola a la vida. No creo equivocarme si afirmo que, en principio, todas van a “servir” a casas más o menos importantes. Después también romperán con aquellos segundos lazos de control y se emplearán en fábricas, comercios, etc.

Si muchas fueron las funciones que los marochos ejercieron, aún más variado fueron los lugares en los que las desempeñaron. Me atrevería a decir “Piensa un lugar. En él, o muy cerca de él, un marocho derrochó energía y puso de manifiesto su capacidad para el trabajo, el sufrimiento y la constancia.

El hijo de Encinasola se esparció por todo el orbe, el éxodo no tuvo como destino únicamente ciudades de la geografía española (Bilbao, Barcelona, Madrid o Valencia), sino que llegaron a lugares tan lejanos como Alemania, Holanda, Bélgica, Finlandia, etc.

Huelva, con su polo industrial, se convirtió en el destino de los marochos a mediados de los años sesenta.

Aunque ya lo hemos mencionado, no nos resistimos a insistir en que otros destinos muy deseados de nuestros paisanos fueron la Guardia Civil, el Ejército y la policía Nacional.

Para ingresar en la Guardia Civil había que adquirir unos conocimientos básicos, sí básicos, pero de los que gran parte de la población carecía, porque eso de asistir a la escuela no había sido posible para gran parte de ellos. Por esto, los aspirantes asistían a unas clases que, específicamente destinadas a este fin, se impartían en la “Escuela del Retratista”, que se encontraba en la calleja de María Jesús.

En esta escuela hubo quien aprendió a leer, a escribir, a efectuar las llamadas cuatro reglas y a desenvolverse en el complicadísimo sistema métrico decimal. Este sistema de pesas y medidas era casi desconocido en el pueblo, pues aún era habitual utilizar la vara, la cuartilla y la libra. ¡Cuánto esfuerzo y cuántas lágrimas! ¡Cuánto sacrificio! Y todo ello, después de un “sol a sol” por esas senaras de Dios.

Otros optaron por ingresar en el Ejército y la Policía Nacional, pero a estos destinos sólo se dirigieron una minoría. Pues, con respecto al primero de ellos, era preciso ingresar muy joven , toda vez que había que esperar un largo período de tiempo antes de llegar a ser profesional. y , con respecto al segundo, las convocatorias eran escasas y el número de plazas muy limitado.

La consecuencia de este éxodo provocó que, en unos cuantos años, la población marocha se viera considerablemente reducida y que el pueblo perdiese su aspecto bullicioso. Siempre quedará la duda de si, aunque sólo fuese parcialmente, esta sangría podría haber sido evitada o de si la principal causa de ella fue que la población de Encinasola había rebasado el límite que puede soportar su capacidad para producir recursos. De cualquier forma, esta pérdida de población, en muchos casos, supuso para los miembros de algunas familias que permanecieron en el pueblo una nueva fuente de ingresos y una mejor calidad de vida, ya que los que se fueron no olvidaron a los que se quedaron.
José Domínguez Valonero

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